EUGÉNIO DE ANDRADE
Jordi Llavina
A veces me ocurren cosas extrañas. La otra noche, por ejemplo. Por lo visto, me levanté sonámbulo y hojeé algunos libros que se encuentran en mi habitación, rodeando la cama. Puede parecer raro, pero ya me pasó otra vez, años atrás. La explicación es muy clara: el sueño me aburría, así que eché mano de la literatura. No recuerdo nada de la lectura hipnótica, y si estoy seguro de que tuve ese sueño es porque a la mañana siguiente había un par de libros en mi mesita de noche que yo no recordaba haber dejado ahí horas antes, al acostarme: Canzoniere, de Umberto Saba, y Ostinato rigore, de Eugénio de Andrade. Dos autores, por lo demás, que se cuentan entre mis diez poetas favoritos de todos los tiempos.
Jordi Llavina |
Lo curioso del caso fue que, al mediodía, el cartero llamó a la puerta de mi casa para entregarme un certificado. Sólo con oír “cartero, certificado” me horrorizo. La mayor parte de veces ese anuncio significa una multa de tráfico o un quebradero de cabeza debido a la soez agencia tributaria. Pero no, ese día nada había de ello. El cartero —que me estará leyendo: ¡un abrazo, amigo Hidalgo!— me alargó un paquete bastante grueso, y yo correspondí a su amabilidad echando un esmerado autógrafo en su dispositivo electrónico. Y ello porque, en el remitente, ya se me hizo manifiesta la maravilla que escondía el sobre: Les manes enceses. Antoloxía (1948-2001), de Eugénio de Andrade, en traducción asturiana de Antón García (Saltadera).
Antón es una persona discreta y un excelente poeta asturiano que, además, traduce muy bien. A principios de los ochenta, vivió en Barcelona, y tradujo, entre otros, a Vinyoli. Su volumen andradiano se abre con un delicioso texto, a propósito de un paseo por Lisboa que dieron los dos, poeta y traductor, en 1988. Sólo por este texto merece la pena comprar el libro. Tras el proemio, lo mejor del portugués, en cuidada edición bilingüe. Andrade es el poeta del cuerpo (manos, corazón, labios) y de la luz, de la nieve y de la sed, de la melancolía y del goce, de la naturaleza que estalla en el fruto y de los animales que corretean o vuelan, a los que admira por ser nada más que instinto. “Asina quería yo’l poema: trémbole de lluz, ásperu de tierra, sonruxente d’agües y d’aire”. Y sí, sus versos tiemblan de claridad, y a menudo encierran la aspereza no sólo de la tierra, sino también de las verdades más hondas.
(Jordi Llavina, La Vanguardia, miércoles 5/11/2014)
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